Hoy se ha publicado en la revista Deletrea.me un relato que he escrito sobre Kyoto…sobre la vida en los días mecidos por el bambú, sobre la nostalgia y las cosas que vamos dejando atrás aún cuando continuamos avanzando hacia ellas.
Lo comparto hoy aquí!
«El valor de una cosa depende de la forma en que se aborda mentalmente y no de la cosa en sí misma»Jigorō Kanō
Viajar a Oriente, hasta mediados del siglo XX, siempre había sido un hecho singular. Avezados mercaderes y abaceros portugueses, algunos jesuitas con ánimo conquistador y muy pocas limícolas que pasan el verano en Siberia soslayando el calor europeo.
Observar la planicie de la tundra sibir bajo el amanecer perpetuo, aludir el porqué del cuándo y educarse en el misterio de que la hora no pasa de la misma guisa a 37 000 pies transcontinentales.
De una sola zancada de titán vadeo como un Gozzilla sobreestimulado los pasos de cebra de Tokyo, voy y vengo, me traslado y advierto en el ocaso que debo estar en otro planeta.
Nada en absoluto me recuerda a casa. Demasiados incentivos, inmoderadas luces, cientos, ¡miles! de Kanjis, horarios y seres humanos en un mismo espacio-tiempo.
Casi 40 millones de personas encumbrando su propia cadencia, de Akihabara a Ginza, de Ginza a Ueno, de Asakusha a Shinjuku y vuelta al origen.
En un Shinkansen rumbo a Kyoto siento vértigo. Este tren hace que recapitule vagamente una escena de Lost in Translation y sólo puedo llorar.
Hace años declamaba «Buscando sur para mi vida… voy y encuentro una cuchara». Hoy sujeto los palillos con insensata maestría y el llanto me va meciendo y de pura alegría disuelve la impronta que traigo, junto al pasaporte y el hastío.
Trashumante, emulando a una rara avis, batiendo remos con apremio y tenacidad, y mudando cada renglón deslavazado de este endiablado lenguaje en un mágico resorte. Tueros para la hoguera interior, aliento al borde del colapso. Transmutación en otra especie, a un instante del llanto, desdibujando cada kilómetro recorrido, cada pausa y cada mimo.
Son las 8 de la mañana y la ciudad bulle, huele a flores y a montaña, a agua, a café americano largo, muy largo, y a tibio té verde con azúcar de caña de Okinawa. El viento sacude la campana del salón, dormir en el suelo endereza el alma, ¡este día será un gran día! y entonces… pedaleo con más ímpetu.
De camino al bosque me secuestra de nuevo esa sensación, y no sé cómo nombrarla mejor que como ya lo hizo Évora. Es una saudade acuosa, que viene de lejos y que no tiene ninguna base histórica ni genética ni nada.
Avanzo y me inunda la reminiscencia, el Déjà vu, ¿cómo puede ser?
Lo dejo pasar y me pierdo en la traducción de nuevo.
Agoto las bengalas que marcaban el camino a casa, el río Oi baja con la fuerza del deshielo, los pescadores sujetan sus pequeñas barcas de madera, en el puente que cruza me venden un sombrero y 20 metros después un menú Kaiseki que no desdeño.
El sol de mayo se cuela entre el bambú de Arashimaya, me acaricia la cara, solivianta mi conciencia, me procura buenos deseos, sueños para esta noche, la visita de los 1000 Kamis.
Y asiento, me rindo, prevalece la forma, el velo sereno del fin del invierno.
Ahora advierto la esencia del bambú seco, el agua de nuevo. Y el tren nos deporta a territorio exterior. Kyoto de nuevo.
Las cosas aquí marchan despacio, como en una novela de Soseki…
La noche se desploma sobre Kyoto y ya no eres un intruso, sólo formas parte de la opacidad de las calles con faroles a media luz, bajando con prisas por Gión en busca de un Kimono, amaneciendo en el mercado Nishiki Ichiba con otro té y la historia de la carnicera, que me cuenta que esos pollos han sido criados en una granja cercana, ¡que me fije en el color, que pruebe!
Felinos se arremolinan a mi alrededor cuando escojo suelo para tal festín. Son gatos Yakuzza, blancos y negros, sucios, hijos de la calle, auténticos Cool Hunters, vividores de 7 en 7, bigotes rotos…
Abandonar el suelo y dejar atrás parte del convite, reencontrar la cadencia perdida en la lluvia fina que anuncia el verano. De nuevo al tren.
Una invitación a una cena nepalí vuelve a hacer que pierda el norte, sin ubicación ni respeto dejo de ser europea para mutar a esto, dejo de ser europea para ponerme en el cuero del que emigra y las barreras se van difuminando, porque en el fondo de la saudade solo está la niña que añoraba el bosque y la tregua, la sonrisa sincera, el paso lento, la mirada anciana, la sabiduría de un verso, el misterio del pigmento, ese intenso ocre de la puesta de sol en el país que lo ve nacer a diario.
De nuevo el tren y, 4 sakes calientes más tarde, la ciudad brilla con especial ternura, como una madre al volver a casa. El kimono es de segunda mano y huele a armario de madera de cedro de más de 200 años. Un baño en el Ofuro antes de dormir, otro té, soñar en japonés para, al día siguiente, olvidar todo lo aprendido y continuar de forma soberbia perdida en la traducción.
Pero el bambú ya lo sabía, por eso, aunque en las noches de «Galerna a la japonesa» silba, sopla, rezuma y se lamenta; mientras hace todo esto, también se mece y se arquea, haciendo, finalmente, una hermosa reverencia a ese que sopla, portando otros olores, semillas noveles y quién sabe si alguna limícola siberiana o una niña cualquiera con alas bajo la dermis.
«Sí, debo de estar en otro planeta», concluí.
Los granos de arroz tostado en el té me regalan tres o cuatro nuevas esperanzas, distorsionan mis parámetros básicos y el cuadrante de mi alma, ¡estoy perdida! ¡No sé cómo voy a hacer para interiorizar tanta belleza!
¿Cómo puede uno saberse en casa estando tan lejos de la suya?
Mi saudade en vivo, y un insondable sentimiento de melancolía producto del recuerdo de esa alegría ausente.
¿Cómo puedo expresar esta mezcla de sentimientos de amor, de pérdida, de distancia, de soledad, de vacío y de necesidad?
Saudade permanece cuando aquello que una vez se tuvo se ha perdido y se extraña, y el hecho de recordarlo, tenerlo de nuevo o pensarlo, produce una sensación de volver a la vida.
Años ha, la forma de la cosa a este lado ha cambiado una y mil veces, erigiendo un hogar, recovecos del alma, «ichi ni san», doblegando mi espíritu, reverenciando al viento.
El té se enfría en mis manos, la campana suena fuera, la calle se vacía, el sol aquí se pone a las 6, cae la noche y descifro las dos primeras frases de la traducción.
¡Ya estoy dentro!
Quem mostra’ bo
Ess caminho longe?
Quem mostra’ bo
Ess caminho longe?
Saudade!
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